4 Más uno

NUEVA SERIE #1

Del grupo al cartel. Del líder al más - Uno [1]

Guy Trobas

Me hago regularmente preguntas referentes a la invención, por Lacan, del cartel. Entre estas preguntas hay una que concierne directamente a nuestra experiencia de cartelizantes –experiencia reciente ya que data, en verdad, de la creación de la École de la Cause freudienne–, entonces, una pregunta que podría formularse así: ¿se pueden poner marcas para situar lo que sería una práctica de más-uno? Remarquemos a continuación que esta pregunta conlleva lógicamente una toma de posición, la de que se puede, efectivamente, hablar de práctica de más-uno, que es pertinente con la concepción del cartel en Lacan. Después de todo, esta apreciación, que, por mi parte, extraigo de las formulaciones que dio Lacan del cartel en 1964 y 1980, no siempre ha sido evidente. Sobre ella podemos remitirnos al debate, muy animado, sobre el más-uno, que Lacan había suscitado, de alguna forma por sorpresa, en las Jornadas de la ex-EFP en abril del 75.[2]

En este debate, lo que aparecía como una roca -lo que hacía Massenpsychologie, es una especie de estribillo sobre el más-uno: el más-uno como función ternaria, como función simbólica idealizada a nivel del grupo. El hecho de exponer el más-uno de esta manera, esta idealización, alimenta las reticencias absolutamente manifiestas de los participantes, en este debate, a que esta función sea encarnada, como si esta función excediera totalmente a una persona concreta, que valdría más que no se encarnase. Encarnarla –se ve muy bien este temor– sería arriesgar a desviarse en prácticas de amos o de pseudoanálisis. Numerosos participantes en este debate estaban de acuerdo, sea para hacer del más-uno una especie de tercero ausente que orientaría los discursos de los cartelizantes, sea para hacer de él un tercero encarnado alternativamente por los diferentes miembros, rotaría, porque esta función de más-uno tomaría distintas figuras como Lacan, el controlador, la clínica, la Escuela, la escritora, La mujer, la metáfora... En esta manera de considerar las cosas -sobremanera sorda a lo que Lacan iba repitiendo, a saber, que el más-uno debe ser alguien, una persona, no una ausencia sino una presencia- la cuestión de la práctica del más-uno era resuelta de forma radical: nada de más-uno aislable como tal, entonces, nada de práctica, si se la entiende aquí en el sentido de una acción regulada, estructurada, dependiente de un sujeto. Por contra, cada sujeto del cartel se supone que mantiene una relación con una o dos figuras de más-uno a título de una función de dirección.

Al menos, en este debate del 75, hay igualmente una pequeña minoría de intervinientes que aceptan la idea de un más-uno encarnado, designado, pero siempre en esta misma óptica del tercero, de una dirección, de un Otro referencial. ¿Adquiere el más-uno, por tanto, el atributo de una práctica? ¡En absoluto! Decimos que su presencia deviene simplemente práctica, cómoda, en el sentido de que, el hecho de que esté ahí, haría más manifiesto en el espíritu de la gente la función de tercero, de eso a quien ellos están llamados a recurrir. Este más-uno permitiría mantener la búsqueda de los participantes superando los obstáculos del bla-bla-bla y, más generalmente, los de los efectos de grupo. Es en relación a estos efectos de grupo que estos participantes piden al más-uno no “añadir nada”, es decir, estar tranquilo. Entonces, una práctica de más-uno que sería de tranquilidad.

Lo que nosotros teníamos en este debate, más allá de las variantes que acabamos de resumir, es, a propósito del grupo, una reasunción, una aplicación coherente, pero parcial y totalmente originada en la enseñanza de Lacan. Claramente: al ser una forma social, al alimentar de manera relevante lo imaginario, al poder hacer los deslizamientos de obstáculo a la elaboración esperada de un trabajo en común en nombre del psicoanálisis, recurrimos entonces a la ayuda de la función simbólica, tal como nos la muestra el esquema L. Lacan interroga a la gente diciendo: para Ud., el cartel, el más-uno, ¿qué es en función de mi enseñanza? Y bien, en el 75, la gente responde: lo del 53, el esquema L. Lo que se espera es la oscilación del eje A---S, conocido como antídoto a la intersubjetividad grupal representada por el eje a---a’. Se puede decir que sobre este eje a---a’, la llamada intersubjetividad ocasionaría en relación al sujeto del grupo, el grupo mismo, lo que universalizaría a estos sujetos en un fantasma común. Por el contrario, al mantener al gran Otro como fiador subjetivo, habría una posibilidad para cada sujeto de que le vuelva, en eco desde su trabajo, la particularidad de los significantes que le representan ante el otro significante, el de la dirección, es decir, el significante que connota para dicho sujeto su relación al campo freudiano.

Este esquema no está infundado: ofrece, de igual modo, una buena lectura de estos momentos del cartel que se traducen para tal o cual en una subjetivación nueva del problema, del saber que interroga. Así, una cartelizante enuncia, a propósito de las condiciones de la transferencia de trabajo que constituía su tema: “He encontrado otra formulación a mi pregunta”. He ahí una puesta en juego de la cadena significante en el trabajo que se hace en el cartel, que le permite subjetivar de otra manera lo que le interroga. Esta perspectiva que leo del esquema L, también podría resumirse con el eslogan: “¡Metaforicemos, metaforicemos!”. Lo extraordinario aquí es ver que, veinte años después de su invención, el esquema L quedaba como la referencia mayor.

Esta posición, eje en la producción de significantes para cada sujeto en el cartel, surge de una “promoción de la histerización”, del discurso histérico. Lo que nos permite coger su lado bueno y su lado malo en materia de cartel. Su lado bueno es su orientación hacia el discurso freudiano como gran Otro, como tercero del grupo; allí donde los efectos de grupo inducen a los sujetos a instalar, en posición dominante en su discurso, algunos significantes-amos o algún saber dominante, la histerización, esto es su lado destituyente, hace obstáculo a esta instalación en posición dominante en un discurso, sea del significante-amo o sea del saber. Sin embargo, esta vertiente destituyente de los amos y de los petimetres, si no se prolonga en el discurso analítico, esto es, a fuerza y a medida de destituciones, es una vertiente de preservación del ideal, de idealización frenética; la operación de la histérica, en relación al amo, es destituirlo para salvaguardar su ideal de amo de una marca. Es ahí que se presenta el lado malo de las cosas, desde que esta idealización se tomó del grupo como tal, cuando este hace función de A y, por otra parte, correlativamente, sus propios efectos de funcionamiento instalan en este grupo un fantasma colectivo, una colectivización de sujetos por el fantasma. Aunque la histerización, en el grupo, produce esta coalescencia entre un ideal y un fantasma colectivo, Freud lo mostró, se tiene una tendencia de la sugestión hasta la hipnosis. Es este lado malo de las cosas el que hace, para los apoderados del sujeto que son los psicosociólogos, de resorte de su práctica de grupo, como ellos dicen.

La cuestión que se trata ahora es saber qué decide la orientación de la histerización –lo que sometemos a nuestra interrogación de partida sobre la práctica del más-uno–. Se puede ya subrayar que una promoción demasiado ingenua de la histerización, de la metáfora también, es el correlato de esta idea de que la función del más-uno se basta simplemente con una presencia encarnada en una dirección, hasta se basta con una presencia muda, neutra. Esta creencia tiene su equivalente en el campo del psicoanálisis en intensión, cuando se hace de la transferencia un puro artefacto, automático, de acrecentamiento, cuando se hace del setting analítico, lo que causa la transferencia. Hay una versión más reciente de este más-uno: si el más-uno está encarnado como tal, entonces, que sea bien homogéneo al grupo, que no se sienta autorizado a hacer otra cosa que lo que cada miembro hace en el cartel.

De hecho, esta aproximación es una tesis sobre la no-práctica específica del más-uno, y se acompaña a veces de argumentaciones a tomar en consideración. La más corriente consiste en hacer remarcar que si sólo hay práctica de discurso, entonces está claro que el más-uno no está en un discurso particular: ni analizante, ni analista, ni universitario, ni amo. Sea. Esta objeción parte, cuando menos, de esta suposición contraria a la enseñanza de Lacan de que un sujeto puede situarse en tal o cual discurso hasta confundirse. De hecho, toda práctica se define, contrariamente a la ética, no como la esperada de un discurso sino como la forma en que un sujeto está prendido en la circulación de los discursos, incluso interviene en esta circulación. Entonces, la cuestión de la práctica discursiva del más-uno queda íntegra.

Otra argumentación parte de la inquietud de que el más-uno solo es más-uno por el hecho de que ocupa ese lugar, para y por los otros cuatro, elección que implicaría una nominación para lo esencial. Precisamente el efecto de esta nominación no estaría tanto a nivel de la práctica de la persona de quien es el objeto como a nivel del grupo mismo, que comportaría desde entonces un elemento heterogéneo, no incluido en la cuenta del grupo, lo que, por otra parte, indica el matema del cartel: X + 1. Es bastante poco contestable que el simple hecho de elegir un más-uno, con lo que eso implica en el registro de la demanda, introduce un obstáculo en la homogeneización del grupo; precisemos, un obstáculo en el plano de lo simbólico, lo mismo que en el plano de lo imaginario el más-uno testimonia de que un efecto de pega a soldado a los cuatro sujetos particulares, traduciéndose el efecto de pega en que se ponen de acuerdo sobre un nombre al que van a hacer esta demanda. Este razonamiento desemboca en esto: el más-uno, en tanto que alguien está subvertido por la nominación y, en cierta manera, es a pesar de él que hace obstáculo al Uno del grupo; se podría hablar más de efecto de más-uno, que de práctica de más-uno.

Homogéneo a los otros sujetos en cuanto a lo que habría de hacer, el más-uno sería heterogéneo en cuanto a una función simbólica. Es apreciable que nos encontremos en esta argumentación algo del idealismo evocado anteriormente: por una especie de automatón intrínseco a un dispositivo globalmente simbólico en el que el más-uno se distinguiría por su nominación, tendría la oportunidad de poner en jaque lo imaginario grupal, de poner en jaque lo que en todo grupo tiende a asignar a los sujetos una residencia en un discurso, a detener la circulación de los discursos.

De todo esto podemos sacar una conclusión parcial bajo la forma de una pregunta: ¿por qué ha habido, y sin duda hay aún, a veces, tal insistencia en evacuar la idea de una práctica correlativa a la función acuten de más-uno? Esta insistencia nos interroga tanto más ya que los enunciados de Lacan no van en este sentido. Remitámonos a las formulaciones del 64 o del 80, y constataremos que Lacan asigna siempre una carga específica al más-uno, carga que se encuentra rectificada, por otra parte, de la primera formulación a la segunda. Es probable que esta insistencia, este rechazo de la idea de la práctica del más-uno, sea a cuenta de una denegación, concerniente a lo que Lacan llama: “esta necesidad que se cristaliza por el funcionamiento de todo grupo”. Esta denegación podría leerse: “el cartel no debe ser un grupo”, o “¡nada de leadership aquí!”. Este es el tipo de formulación que se encuentra en el famoso debate del 75; uno de los participantes, bien conocido por ser de los que habían introducido un mandarinato autoritario en la ex-EFP, declaraba así al principio del juego: “Todo mandatario y toda dirección en el sentido de una actitud magistral de uno de los elementos del cartel es excluido desde el principio”. Este es un sortilegio al que no le falta sal del comunicado de esta persona, pero que denota una inquietud y una resistencia: ligada está, al pensamiento de que el más-uno pueda ocupar el lugar tradicionalmente ocupado por el líder. Otro participante en este debate, en función de esta misma inquietud, llegó incluso hasta justificar el hecho de que el lugar del más-uno sea dejado vacío porque: “mientras esté encarnado, siempre da un líder”. Más recientemente, alguien dice aun: “el más-uno se sitúa en lo opuesto a todo mandatario imaginario”. Este tipo de denegación bien intencionada desemboca en la evitación de los problemas que supone la práctica del más-uno, y desemboca en el rechazo ilusorio de toda intervención a título de más-uno, hasta en un ir a la contra del más-uno, como pudiendo hacer obstáculo en la pendiente del leadership.

Tal no es, en mi opinión, la orientación de la operación que Lacan nos sugiere con su invención del cartel. Lejos de ponerla a cuenta de una denegación, nos es preciso, sobre todo aquí, preguntarnos por qué Lacan retomó el dispositivo del grupo, del grupo restringido, para hacer una herramienta privilegiada del trabajo en común de los analistas y el órgano de base de su Escuela. Esta pregunta merece que se resuelva, porque Lacan, no sólo fue uno de los primeros en Francia en hacer referencia a los trabajos de la psicosociología de los grupos –basta con referirse a su artículo de 1947 sobre la psiquiatría inglesa– pero, además, muchos pasajes de su obra escrita, en los Escritos, muestran que sabía a qué atenerse respecto al grupo pequeño. Perfectamente había captado que el grupo pequeño es, sobre todo, un dispositivo social al servicio del discurso del amo.

Esto es algo cuyo momento de emergencia es perfectamente localizable históricamente: al final de los años 20, principio de los 30, en los Estados Unidos. Es el periodo durante el cual, esta forma purificada del discurso universitario que es la OCT (Organización Científica del Trabajo, resultante del delirio tayloriano), encontró problemas que amenazaban sus bases: mientras que había salido airosa, en un momento dado, a principios de siglo, tanto en materia de productividad y de recuperación de plusvalía como en materia de restitución, al esclavo moderno, de un cierto goce, al precio de una homogeneización y de una estandarización de este goce, esta OCT se apoyó en lo que volvía a poner en cuestión esta restitución de goce al esclavo.

Hay un obstáculo que reanimó el lugar de la confiscación de goce, precisamente, bajo la forma de la crisis del 29, crisis financiera, es cierto, pero que evolucionó en crisis social, después en crisis extremadamente grave que afectó las fuerzas productivas, al principio poniendo a los parados en la picota –entonces, turbación del goce–, a continuación, sembrando el desorden en los talleres: la productividad cae, pues, vertiginosamente. Es ahí donde la lógica del discurso del amo entró en acción, es decir, que se supuso un saber al esclavo, para enderezar la barra, un saber cuya extracción permitirá, de vuelta, regular el desorden de su goce.

La psicosociología ha nacido, bajo la denominación de human relations, y el grupo pequeño, que es su vástago favorito, es precisamente el que devuelve al trabajo el saber del esclavo moderno. Lo mismo se encontró al principio de este movimiento del que Lacan hizo el soporte de la transmutación del saber del esclavo en el discurso del amo en saber de amo en el discurso universitario (en juego tanto en la burocracia como en la organización del trabajo): quiero hablar aquí del filósofo en la persona de Elton Mayo que estaba en la primera formación.

Lo que es del todo patente, a nivel del grupo pequeño, es que el líder es la encarnación del amo. Bajo este título no se puede impedir hacer la aproximación entre las características de la versión idealizada del líder, el líder democrático, y la versión idealizada del yo en el psicoanálisis, lo que se llama autonomus ego, que también es, por otra parte, el yo fuerte; se encuentra el mismo perfil del sujeto en la versión del yo según la psicología del mismo nombre y en la del líder democrático según la psicosociología. Es ahí que Lacan apuntó en el psicoanálisis, a propósito del yo fuerte, el retorno del discurso del amo. He ahí el nivel en el que nos es preciso situar lo imaginario grupal, del lado de los efectos del discurso del amo, en el que, como lo dijo Lacan en Radiofonía: “es el plus-de-gozar que sólo satisface al sujeto para sostener la realidad únicamente del fantasma”. Ahí se mide la especial impotencia del amo y, por lo tanto, del grupo, en su relación a la verdad. Esta impotencia se invierte, a nivel del yo como del líder, en una afinidad particular por el poder como por el desconocimiento.

Máquina yoica, el grupo pues, es también una máquina de producir un atolladero discursivo en el maestrazgo, el cual pasa por lo que dije anteriormente por una colectivización de los sujetos en un fantasma común. Tocamos, aquí, por un sesgo, que el cartel, en tanto que grupo tiene una vertiente de incompatibilidad con el discurso psicoanalítico, verificado en el hecho de que el discurso psicoanalítico implica un lazo social fuera de grupo. Pero esto no es suficiente para aclararnos sobre el interés del cartel.

Este interés podemos deducirlo por otro alumbramiento que nos da Lacan en medio de la página 31 de El Atolondradicho, sobre la relación del psicoanalista con el grupo. Esta relación puede leerse a partir de las consecuencias que se pueden sacar en cuanto a la subjetividad del analista, del lugar en el que su acto toma su valor psicoanalítico. Este lugar es el del semblante, en el que soporta la función del objeto a, el mismo objeto que en su propio análisis sólo encontró en su “cuerpo de defensa”. Mediante el que, en este lugar al que le llama su ética, su acto, el analista se encuentra en una posición de aversión, o de horror. Añadiría que, este lugar, es también una posición de soledad, radical, en tanto que ahí ningún significante puede representarle como sujeto en una cadena. Por consiguiente, se puede entender que haya una pendiente que atraiga al analista hacia el grupo. Es una pendiente que le permite invertir la incomodidad de la aversión y de la soledad en confort, el confort del grupo. ¿Por qué este confort? Porque en su vertiente de histerización, el grupo ofrece una cura de significantes, allí mismo donde había un imposible de representar. Segunda vertiente del confort, es la vertiente del maestrazgo; el grupo ofrece la mejor acomodación del objeto imposible de soportar –y mucho mejor que en el discurso histérico– como lo indica la equivalencia hecha por Lacan entre el discurso del amo y el discurso del inconsciente. Esta mejor acomodación, puesta en común en un fantasma colectivo, es el hormigón del grupo, así como su obscenidad. Es, dicho de otra manera, en el punto en que el grupo se funda sobre un real desconocido, un real tal que le asiste el discurso del amo. En cuanto al efecto de grupo, es esta aspiración hacia la inversión del real en imaginario.

Cuando Lacan inventa el cartel, justo en la huella de su objeto a, y en plena inflación de las prácticas de grupo, tiene que plantearse algunas cuestiones. No es una denegación, el cartel no es un anti-grupo, o un no-grupo, o un grupo transparente a sí mismo; el más-uno no es una negación del líder, un anti-líder... La operación de Lacan es un giro de perspectiva. Que se la considere en la forma en que Lacan estableció el discurso psicoanalítico: lo estableció a partir del discurso del amo, por inversión. Lacan hace un uso del significante, de significantes nuevos, tales que estos significantes revelan lo que ocultan en su forma, a saber, que hay una consubstancialidad entre lo real y lo imaginario, una continuidad olvidada demasiado a menudo, lo que hace que partiendo del segundo se puede, en determinadas circunstancias, llegar al primero. En este sentido, el cartel me parece ser un dispositivo por el cual se puso no solamente un obstáculo en la pendiente de los analistas a confortarse en el grupo, a ocultar lo real del grupo que lo instaura por lo imaginario, sino que también está llamado a ser un dispositivo incitador en el que el analista sería provocado a interrogarse sobre lo que de lo imaginario grupal se instituye necesariamente en un real.

Si no hay medio de escapar a “esta necesidad que se cristaliza por el funcionamiento de todo grupo”, hay un medio para dar cuenta de lo que crea esta necesidad. Este medio, no es destituir simplemente al grupo, a sus miembros, que tienen una dirección en el sentido simbólico del término. Este medio, es el de instalar un significante nuevo, de producir un significante nuevo, como se produce el hierro, sobre el punto de mayor densidad imaginaria, en tanto que también hace signo de un real. Concretamente, a nivel del grupo, este punto de mayor densidad imaginaria, de enviscamiento extremo de los sujetos, esto es, como ya lo había notado Freud, el nudo identificativo del líder y el real del que hace signo, es lo que Lacan llama “lo imposible de disolver de todo grupo”. En cuanto al significante nuevo que Lacan instala en este punto, el significante más-uno, hace agujero, hace incisión en lo imaginario de tal forma que permite, precisamente, captar dónde puede operar la vuelta de lo imaginario en real. Precisemos: lo permite porque no está en el campo del saber, no importa qué significante sino, al contrario, un significante cogido en la red de significantes de la enseñanza de Lacan, como él mismo lo precisa en 1975. El más-uno reenvía a la que Lacan elaboró al principio en términos de ciframiento, a continuación, en términos de nudo borromeo; es decir, que el significante, utilizado, pues, en este punto en el que se instala el líder, tiene, de golpe, un efecto interpretativo, un efecto de saber.

Correlativamente, la introducción así circunscrita de este significante nos da un hito para una práctica de más-uno: ésta no ha de simular operar a partir de una posición que no sería la de leadership; al contrario, ha de asumirla, partir de ella para intentar, en determinados momentos, leer los efectos de los que ella es el producto y, por consiguiente, limitar estos efectos.

No simular operar a partir de una posición que no sería la de un líder, es algo perfectamente de acuerdo con el estatuto que Lacan atribuye al más-uno en 1964. Este estatuto implica una práctica, cito, “de selección, de discusión, y del fin a reservar al trabajo de cada uno”, son algunas de las características principales del perfil del líder democrático tal como lo han dibujado Lippit y White; así como Maier. El más-uno, si no se confunde con el efecto líder, funciona entretanto. Pero, siempre en 1964, Lacan ya introduce correctores para que 1a experiencia sea, precisamente, enseñante: designado a partir del carbón en bruto, el más-uno se convertirá después del momento de concluir, nada lo asegura en esta experiencia de más-uno, durante y después de este cartel, en una presencia de su participación en otros carteles. Esta es, en el fondo, la traducción del principio de equivalencia entre los cartelizantes ante el discurso psicoanalítico. Y lo que aquí es enseñante, es, justamente, la imposición de un momento de concluir, de una duración regulada del cartel, de lo que esta imposición implica, por una parte, menos una experiencia eternizada, como en la ex-EFP, que una experiencia deducida de la serie, y, por otra parte, un efecto de anticipación provechoso en el progreso del trabajo.

Se puede pensar, evidentemente, que estos límites a la consolidación del grupo pueden, muy bien, ser eficientes sin que el más-uno intervenga en lo que sea. Esto es desconocer hasta qué punto los efectos de grupo son susceptibles de introducir una a-temporalidad en su funcionamiento, un ritmo perfectamente olvidadizo de la tarea a realizar. El juego de la anticipación del momento de concluir es aquí un punto de apoyo esencial para la elaboración de las intervenciones del más-uno, para su práctica.

Dicho esto, es con la formalización afinada de los carteles, dada en 1980, y sacando partido del fracaso de la EFP en la materia, que Lacan, verdaderamente, dio su orientación específica a la práctica del más-uno. Lo hace no aportando, como en 1964, algunos correctores concernientes al grupo como tal, sino aportando una rectificación apreciable, una nueva acentuación referente a lo que incluso ha llamado la carga del más-uno. Esta última está, en efecto, claramente centrada en el funcionamiento, en la vida del cartel en tanto que se distingue de la organización y de la producción. “Velar por, los efectos internos a la empresa y provocar su elaboración”, dice Lacan, lo que se pone en relación con el último punto de la formalización afinada, el de la “puesta a cielo abierto de los resultados, así como de las crisis de trabajo”.

Este afinamiento, esta acentuación, nos dan hitos preciosos para la práctica del más-uno, hitos que, me parece, circunscriben una operación de discurso.

Tomemos ya, esta puesta a cielo abierto. Es mucho más que esa dirección de la que hemos hablado más arriba, que permanecía totalmente en el registro privado. La puesta a cielo abierto es el pase de lo privado del grupo a lo público, es decir, la puesta en escena, ni más ni menos, de una función de control en cuanto a lo que ha. operado en el grupo, en cuanto a sus efectos de colectivización y a sus efectos de discurso. Para situar las cosas de otra manera, podríamos decir que la intimidad del grupo es lo que lo aleja del discurso como lazo social; la puesta a cielo abierto es lo que lo vuelve, al instituir un Otro, no más artificial sino, en efecto, susceptible de retornar a los sujetos sus mensajes.

Que esta puesta a cielo abierto pueda ser una de las incitaciones del más-uno, tiene algo de evidente. Esto es, en cierta forma, el tiempo segundo de otro hito que es el que resume la fórmula “provocar la elaboración”. ¿Qué es eso sino una operación interna al cartel que apunta a una Durcharbeitung, la cual, se sabe, no va sin un cierto exceso? Es, por otra parte, lo que indica el término “provocar” que connota este llamado singular al sujeto cuyo efecto es el de incitarlo –como se dice– a salir de sí mismo (etimológicamente “provocar” remite a llamar desde afuera). En el marco presente, el del cartel, “provocar indica” que lo que se espera del más-uno es alguna iniciativa, alguna luz de su parte, que permitiría, restaurando auténticamente la función del Otro, restaurar el discurso; este movimiento es también el de un cambio de discurso, cambio del que Lacan nos precisa que no es, justamente, una operación continua sino una precipitación en un movimiento de báscula.

En el fondo, si el efecto líder es agradable y la garantía de una concentración del discurso en una sola de sus modalidades, hasta lo que impele a su extinción en el bla-bla-bla, el más-uno tendría por encargo deshacer esta garantía. Dicho de otro modo, si el trabajo en grupo excluye el discurso psicoanalítico como tal, es sustentable pensar que el cartel, que el más-uno y su provocación, podrían restablecerlo a título de un efecto de cambio de discurso; y en la medida en que este efecto es correlativo a la emergencia del objeto, tenemos ahí una posibilidad nueva: la de la interrogación, la del acercamiento, del real en causa en el grupo. En cierta medida, como conclusión, podríamos retomar para el más-uno esta función que Lacan atribuía al cartel en relación a la Escuela: una función de gozne.

Traductor: Juan Enrique Cardona

NOTAS

  1. Conferencia publicada en Travaux nº3, 1988. Publicado en El cartel en el Campo Freudiano. Y en: Revista Más Uno Nº 1. EOL. Julio de 1996.
  2. Un relato detallado de este debate figura en las Lettres de la EFP nº 18. Fuente: https://www.wapol.org/es/las_escuelas/TemplateArticulo.asp?intTipoPagina=4&intPublicacion=10&intEdicion=3&intIdiomaPublicacion=1&intArticulo=297&intIdiomaArticulo=1