Abordaré tres puntos, en los que hay algunas cuestiones referidas a mi lugar de más-uno y otras a las marcas que algún más-uno dejó en mí.
Ha sido subrayado en el argumento que orienta esta noche la afirmación de Miller según la cual la formación tiene que ver con la aparición de ciertas condiciones subjetivas, una transformación del ser del sujeto. Muchas veces hemos repetido la cita de Lacan de su “Acto de fundación”, según la cual “la enseñanza del psicoanálisis solo puede transmitirse de un sujeto a otro por las vías de una transferencia de trabajo”.[1] No puedo dejar de vincular entonces el efecto-de-formación con los efectos de una transmisión, pero no simplemente en su valor epistémico, sino en su articulación con el saber-verdad, ni tampoco referido a un saber semblante, saber muerto por el que no se ha pagado el precio, sino un saber, como dice Lacan, “que vale lo que cuesta porque uno tiene que arriesgar el pellejo”.[2] Agregaría a esto el hecho de que se trata de un saber por el que uno ha trabajado, un saldo de saber que resulta no del trabajo de transferencia ‒puesto que ese es el saber del análisis‒ sino de una transferencia de trabajo. Considero que, de todas maneras, algo del análisis ‒ya sea como analizantes o como analistas‒ se pone en juego en la elección del rasgo y el en trabajo que cada quien realiza en el cartel. Allí está nuestro pellejo.
Si me detengo en este punto, subrayando la transmisión y la transferencia de trabajo, es porque me he encontrado con que dos de los carteles de los que soy Más-uno, están integrados por participantes del ICdeBA. “Las vecindades” entre el Instituto y la Escuela ‒como lo ubicara Graciela Brodsky en alguna Noche del Consejo‒ creo que van más allá de compartir el edificio, los gastos, los docentes. Está en juego también la transferencia de trabajo. Y si en todo cartel el más-uno tiene como responsabilidad descompletar el grupo, evitar las identificaciones y causar el trabajo de cada uno, en esos carteles me advertí a mí misma tener especial cuidado de evitar que se transforme en un grupo de estudios, o en la sala de espera de una explicación conceptual, a la que por supuesto me veo tentada muchas veces... Nada de eso ocurrió, por cierto, y no precisamente por estar yo advertida.
Considero esa formación privilegiada en el cartel porque permite un “programa” de investigación a la medida del uso de cada quien encarnado en el rasgo, en los bordes del no-saber, respecto de los impasses de su análisis o de su clínica, animado su propio deseo. Se apunta, entiendo, a un efecto-de-formación, y no a la adquisición de conocimientos. Se cumple, de alguna manera, la aspiración que Lacan pronuncia en la “Obertura…” de sus Escritos cuando dice: “Del itinerario del que estos Escritos son jalones y del estilo determinado por aquellos a los que se dirigieron, quisiéramos llevar al lector a una consecuencia en la que le sea preciso poner de su parte”[3]. Eso es lo que se produce en un cartel, al menos en mi experiencia: a cada uno no nos queda otra que poner de nuestra parte.
En medio de la “brainstorming”‒tal el nombre que otro cartel le puso a su grupo de Whatsapp‒ el cartel a veces escupe un significante que designa de una manera singular y novedosa, propia de quien lo genera, un rasgo de trabajo. Ha sido el más-uno quien se ha encargado de subrayarlo y para que quien lo había sugerido se apropie de él.
En la argumentación de la noche, se preguntan si el cartel promueve un trabajo de Escuela que se hace con analistas para hacer avanzar el psicoanálisis o in trabajo de Escuela para formar analistas. Yo creo que ambos, de acuerdo al uso del cartel que le da cada quien.
El cartel, entonces, funciona con el motor de la transferencia de trabajo, con la elaboración colectiva que lleva a cada uno a su producción singular con su propia marca.
No podría saber a ciencia cierta si los participantes de esos carteles tienen intención de entrar a la Escuela, o no. Pero más allá de eso, una de las cuestiones que como más uno consideré importantes es funcionar como bisagra con la Escuela. Pero no tanto para que “llamen a la puerta desde el interior”, como diría Miquel Bassols[4], sino para que la lógica de la Escuela entre en cada uno de los integrantes del cartel. En una singular topología, insisto, no se trata de entrar a la Escuela, sino que la Escuela entre en cada uno. La lógica de la permutación, de la desidentificación para evitar los efectos de grupo, y sobre todo, la de un trabajo sostenido y decidido, entiendo, es la que sostiene al cartel y, al modo de las nervaduras de la hoja con la estructura de la planta, se replica en la Escuela. O la lógica de la Escuela se replica en el cartel. Como más les guste.
Mi rasgo en uno de los carteles en los que participo es Lo femenino y la letra.
El derrotero de ese trabajo me llevó a situar la cuestión de la letra a partir de la lectura que Eric Laurent propone de “La carta robada” en su texto “El unarismo lacaniano y la variación de las conductas sexuales”[5]. Si Lacan en el “Seminario sobre ‘La carta robada’” había dejado de lado el efecto feminizante de la carta/letra, en el Seminario 18 va a hacer una nueva lectura, en la que destaca que la letra inscribe un goce por fuera del significante, una huella de lo que no se puede inscribir, “el goce, fuera del significante, de la mujer”. La letra, entonces, en su borde entre saber y goce, en su relación con el régimen del goce en tanto tal, es lo femenino por excelencia.
Yendo un poco más allá, me vi conducida a la “Advertencia al lector japonés”, de Lacan, y al comentario que Antonio Di Ciaccia realizara de ese texto, en la traducción que Gabriela Camaly hizo de él hace algunos años[6].
En su lectura, Di Ciaccia va ubicando las semejanzas entre el discurso analítico y el discurso japonés respecto de la estructura de ficción de la verdad, el carácter de semblante del significante y el vacío del sujeto, en que ambos escapan del universal o a la desaparición del sujeto y del Otro, y las diferencias puestas en juego en esas semejanzas. De todas ellas, me detendré en lo que respecta al acento puesto en la letra en desmedro del significante para ambos discursos.
Cito a Di Ciaccia: “El discurso del analista, a través del significante, delinea los contornos de goce, designado con la letra a. El discurso japonés da una consistencia especial al escrito: es una lengua que está sustancialmente atravesada por la letra, por los rasgos de escritura que toman la forma de caligrafía”[7]. Así, la caligrafía es la modalidad que utiliza el discurso japonés como tentativa de recuperar el goce, produciendo una suerte de coalescencia entre el rasgo, que es del orden significante, y el objeto a. Por ello, el japonés es un sujeto que se apoya en lo escrito. Miller subraya en este punto que mientras el occidental se satisface, por un lado, en el registro de la palabra y, por el otro, en el registro del fantasma, el japonés obtiene por medio de la escritura tomada como objeto la satisfacción que podría obtener del fantasma[8]. Por esa concreción de la escritura, para Lacan, el japonés es un sujeto cerrado al inconsciente, razón por la cual la única posición posible para un analista en Japón es la de encarnar una caligrafía. Como dice Lacan: “Tal como está hecha la lengua allí, no se necesitaría en mi lugar (es decir, el lugar del analista) sino una lapicera (stylo). A mí, para sostenerlo, a este lugar, me hace falta un estilo (style)”[9].
Salvando las distancias, porque no somos japoneses, me resultó muy simpática esta referencia y me sugirió la idea de que el más-uno, de alguna manera, como causa del trabajo, encarna una estilo… una estilográfica. Provoca a la escritura, promueve la producción. Digamos: que nadie se vaya del cartel con las manos vacías, porque vaya “transformado” por un efecto-de-formación, o bien porque un escrito, por mínimo que sea, resulte de allí. No importa si es novedoso, lo que importa es que lleve la marca de un estilo, “la única formación que podemos pretender transmitir”, como sostiene Lacan en “El psicoanálisis y su enseñanza”[10]. Aníbal Leserre lee esta cita diciéndonos los caminos por los que se enseña lo que el psicoanálisis nos enseña son trasmitiendo un estilo[11]. En eso, el más-uno también puede sostener un lugar con su estilo, pero también alojando y alentando el de los demás.
Y ya sea que concibamos al estilo como “el hombre al que nos dirigimos”, “la caída del objeto”, o “el sínthoma”[12], qué mejor lugar que el cartel para que el efecto-de-formación sea el de la puesta en forma del estilo de cada quien, al menos cuando hace uso de “la estilo”.
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