En un momento histórico en el que el Otro se reduce a una función de afirmar identidades declaradas o al silencio, cuando el tiempo de comprender tiende a eclipsarse y el utilitarismo es llevado al extremo[1], el discurso del amo no se preocupa por el saber, sino que nos fuerza al aprendizaje[2]. Aprender a hacer las cosas no es lo mismo que adquirir saber y tolerar sus elucubraciones. Lacan quería que su Escuela fuera una base “de operación contra lo que ya podía llamarse malestar en la civilización”[3]. Nombró al cartel como uno de sus órganos base; un pequeño grupo diseñado para el estudio de los conceptos psicoanalíticos y para dar vida al psicoanálisis. ¿Qué distingue al cartel de otros modos de investigación?
En psicoanálisis “el saber es un enigma. Este enigma nos es presentificado por el inconsciente”[4]. El enigma que es el inconsciente nos empuja hacia un saber que nos sorprende, nos divide y nos enseña. Al igual que el análisis, el cartel es un empuje al saber, el propósito del cartel es el saber[5] como dice J.-A. Miller. Sin embargo, el saber en juego está muy lejos de ser un sistema completo de conocimiento preestablecido como el que encontramos en la universidad, que repetimos y validamos para complacer al líder, cumplir con el estándar, aprobar el curso. El saber como agente en el discurso universitario es “(…) el saber por el saber […] He aquí lo que significa formarse: una formación es una empresa de dominación del goce a partir de un saber”[6]. Pero cuanto más se domina el goce, más se mortifica el deseo. El sujeto que se produce está siempre dividido, aplastado por las normas y reglamentos existentes. Eliminar la dimensión del goce o regularla niega el saber inconsciente que se funda precisamente en una relación con lalengua y el goce; el resultado es la uniformidad.
En cambio, en ausencia de estándares que deban cumplirse, el cartel tiene la potencia de transformar el saber expuesto en la medida en que incluye a) la enunciación singular de cada cartelizante, b) las palabras y comentarios de otros que pueden hacernos escuchar algo de una manera completamente nueva, y c) la función del más-uno. El saber adquirido es no-todo, lejos del ideal pero enunciado y subjetivado. Incluye el deseo en tanto hay un agujero en él: siempre hay algo más por saber.
El cartel tiene similitudes con el grupo de estudio: ambos son estructuras cuyos miembros trabajan juntos y en el mismo nivel. Ambos ofrecen una panacea para la gran audiencia anónima de la conferencia universitaria y son intentos de abordar los procesos de identificación grupal descriptos por Freud en su “Psicología de las masas”. Sin embargo, las limitaciones estructurales del cartel (el tiempo y el número de participantes), así como la función de permutación del más-uno como un “líder pobremente investido”, constituyen un dispositivo antididáctico que nos mantiene despiertos. Además, involucra cuerpos parlantes. Mantiene la relación cada vez más vulnerable entre saber y cuerpo: cada cartelizante trabaja con sus insignias, sus significantes amo, sus rasgos que apuntan a la diferencia. Sin embargo, la Escuela como punto de dirección de cada uno de los “dispersos descabalados” (épars désassortis) que forman un cartel, implica una inscripción de las preguntas singulares y ofrece así un vector, una orientación. Esto conlleva la responsabilidad de cada enunciación: “Por la razón de que toda empresa personal volverá a poner a su autor bajo las condiciones de crítica y control a las que será sometido todo trabajo a proseguir en la Escuela”[7]. No hay cartel sin la Escuela.
Traducción: Ludmila Malischevski
NOTAS
* Miembro AP de la New Lacanian School y de la AMP, Chair de la London Society of the NLS, desarrolla su práctica en Londres.